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viernes, 10 de febrero de 2017

La pérdida de Málaga. Fragmentos del libro "Las rapadas: el franquismo contra la mujer", de González Duro (1 de 2)



Huida de los refugiados de Málaga, en la carretera de Málaga-Almería, en la que tuvo lugar una de las masacres más terroríficas cometidas por los fascistas sublevados contra la República. Fue el 8 de febrero de 1937. Las únicas fotografías disponibles de aquel éxodo y su trágico desenlace fueron las tomadas por el médico canadiense Norman Bethune, autor de esta fotografía.

Reproducimos dos fragmentos del libro de Enrique González Duro Las rapadas: el franquismo contra la mujer. El primer fragmento está referido a la toma de Málaga por parte de las tropas golpistas de Franco durante la guerra de 1936-39. Durante este episodio tuvo lugar una huida masiva de refugiados que pretendían escapar de Málaga a pie por la carretera de Málaga-Almería. Las columnas de civiles fueron brutalmente bombardeadas por mar y aire, dando lugar a una masacre en la que resultaron asesinados entre 3.000 y 5.000 civiles. Fue el 8 de febrero de 1937. Sirva esta entrada para recordar, en su 80 aniversario, aquella matanza a manos de los fascistas.

En una entrada posterior, reproduciremos otro fragmento, "Las feroces y torturadas rojas".

Sirvan también estas dos entradas con fragmentos del libro de González Duro, como disculpa para presentar el libro a quienes no lo conozcan. De la propia editorial Siglo XXI, tomamos la siguiente sinopsis de la obra:
"Son pocos los libros que han mostrado la represión ejercida sobre las mujeres republicanas. Ellas fueron víctimas de abusos institucionalizados y sistemáticos que tenían como objetivo demonizar el estereotipo de feminidad que había comenzado a extenderse durante la Segunda República –que permitía un cierto escape respecto a la rigidez previa y, aun más, respecto a la que vino después. 
Mientras que ellos habían caído en el frente, habían sido ejecutados o huían ante la llegada de los sublevados, ellas permanecían en los pueblos, a cargo de sus familias, en miseria, y eran, muchas de las veces, juzgadas en tribunales militares en los que se decidía qué mujeres debían ser vejadas y marcadas por haber contribuido al derrumbe de la moral. Así se extendió el corte de pelo al rape y la ingesta de aceite de ricino para provocarles diarreas y pasearlas por las principales calles de las poblaciones «liberadas», acompañadas por bandas de música. No se trataba tanto de apartar o perseguir al enemigo, sino, más bien, de exhibir a una especie de «deformidad» generada en la República. Era algo más que un abuso ejercido sobre las mujeres, fue un ataque a un modelo de mujer libre e independiente.
Al final de la entrada, como apéndice, tenéis una reseña más completa de Fernando Jiménez Herrera sobre este libro. También encontrarás el índice del libro.

El autor y la obra


Sobre el autor

El andaluz Enrique González Duro (La Guardia de Jaén, Jaén, 1939) es psiquiatra, profesor universitario e  historiador. Fue uno de los grandes renovadores de la Psiquiatría en España. En su día, en los 70, tuvo sus puntos de conexión con lo que conocimos como la Antipsiquiatría. Es autor también de libros muy interesantes, como las biografías "psicológicas" de Felipe González y de Franco, o mismo el que dedicó a las mujeres represaliadas en el Franquismo del cual sacamos los fragmentos que reproducimos. Leer más sobre González Duro: Wikipedia.

El año pasado, Ramón Cotarelo mantuvo una dura y áspera polémica con González Duro, después de que éste lo acusara de complacencia con los GAL. Por ejemplo, González Duro dijo de Cotarelo: "Atención a este engañabobos, que fuera fervoroso felipista y defensor de los GAL. Ladra e incluso puede morder". Cotarelo contestó con un par de artículos insultándolo por todo lo alto, llamándolo "delincuente", "fascista", "sinvergüenza", "granuja", "difamador", etc., concluyendo que González Duro "es un típico espécimen del juego sucio comunista". Toda esta polémica la encontrarás recogida en la entrada del blog que dedicamos al anticomunismo de Cotarelo: "Ea, ea, ea... Cotarelo se cabrea. Anticomunismo y GAL en el enfado de Cotarelo" (pulsa en el hipervínculo para leer dicha entrada).

Referencia documental
Enrique González Duro:  epígrafe "La pérdida de Málaga", en el capítulo V "La interminable represalia" de  Las rapadas: el franquismo contra la mujer, páginas 83 a 87. Editorial Siglo XXI, Madrid, 2012.
Para comprar el libro por Internet: web de Ed. Siglo XXI.
Digitalización de estos fragmentos: blog del viejo topo
Negrita, imágenes y pies de foto, son añadidos nuestro.

Acceder a 2ª parte de la entrada: "Las feroces y torturadas rojas"

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La pérdida de Málaga

Las noticias del golpe que comenzaron a emitirse desde Sevilla el mismo 18 de julio eran contrapesadas con otras procedentes de Málaga, donde el golpe militar había fracasado y la ciudad y prácticamente toda la provincia seguían bajo control republicano y en manos de las milicias obreras, en su mayoría anarquistas. 

Sin embargo, las ocupaciones de los militares rebeldes se fueron extendiendo con rapidez en la provincia de Sevilla, consiguiéndose en pocas semanas grandes avances: el día 20 de agosto las únicas poblaciones sevillanas que permanecían en poder de los republicanos eran escasas, aisladas y estaban situadas en la zona serrana que lindaba con la provincia de Málaga. Justamente, la proximidad de Málaga hacía que aquella comarca tuviera un importante valor estratégico. Osuna fue el punto de partida de las tropas de Queipo de Llano para la toma de aquella zona, lo que podría abrirles el camino en dirección a Ronda y, a más largo plazo, a Málaga. Y, efectivamente, se produjo la toma de Ronda y de todos los pueblos de su serranía, y se siguió avanzando hacia Archidona y Antequera, donde se incorporaron tropas italianas. Al mismo tiempo, se preparaba una ofensiva desde Algeciras para la toma de todos los pueblos costeros de la provincia, con el objetivo final de tomar la capital. La ofensiva, pues, debía partir de tres puntos diferentes: el primero correspondía a la columna de Recondo, que saldría de la zona montañosa del sur de Sevilla. El segundo saldría de Antequera —en poder de los sublevados desde el 12 de agosto y bajo el mando del general Varela—, y tomaría Campillos y Almargen, para unirse finalmente a la primera columna. El tercero partiría de la zona montañosa del nordeste de Cádiz, organizándose las tropas en Arcos de la Frontera y Ubrique. Cayeron El Saucejo, Los Corrales, La Zara y Campillos, entre otras poblaciones de los alrededores. En Campillos, donde había muchos refugiados republicanos, la represión fue especialmente terrible: muchos milicianos, o simplemente varones acusados de ser republicanos, fueron fusilados, al tiempo que varias mujeres fueron bárbaramente vejadas. Con respecto a esas jóvenes milicianas, el diario ABC de Sevilla decía: 
«Ante aquellas tres mujeres sin feminidad, ante aquellas tres futuras parideras de seres desgraciados para la sociedad que Moscú quería crear en España, sentimos una gran sensación de lástima» (1)
El 16 de septiembre, el camino a Ronda estaba ya despejado. A la altura del cruce de Cañete se unieron las tres columnas intervinientes. El cura Bernabé Copado llegó a Ronda el 25 de septiembre para confesar a los soldados, recoger los objetos de culto y preparar las ceremonias de posibles victorias. La ofensiva contra Málaga, cuya provincia casi por completo aún estaba en manos republicanas, comenzó a finales de enero de 1937, con dos líneas de frente: desde Estepona, por la costa, y desde Antequera hacia Málaga capital. Tras sufrir los continuos bombardeos de la aviación italiana y el constante acoso de las tropas rebeldes, la ciudad, que estaba llena a rebosar de miles de refugiados, se encontraba a punto de caer en manos de las columnas nacionales y de las tropas italianas. Queipo, desde Sevilla, llevaba varios meses amenazando a través de la radio y de octavillas con infligir a la ciudad un durísimo castigo, y sus amenazas iban siendo confirmadas por los escalofriantes relatos de los refugiados que habían llegado a la ciudad huyendo, asustados, de los destrozos ocasionados por los legionarios y los regulares en los pueblos de Cádiz, Sevilla, Córdoba y Granada. Las caídas previas de Antequera, el 12 de agoto, y de Ronda, el 17 de septiembre, habían producido una tremenda avalancha de mujeres, ancianos y niños que andaban desamparados y hambrientos por las calles de la capital malagueña. Muchos de los refugiados fueron alojados en la catedral o en las iglesias, lo que fue calificado por los franquistas como un nuevo acto de profanación de las hordas rojas. Pese a la escasa resistencia que se le ofrecía, Queipo no mostraba la menor clemencia con la población, que empezaba a vivir aterrorizada. La ciudad fue tomada el 8 de febrero de 1937 por las tropas «nacionales» de italianos, que apenas encontraron oposición entre los combatientes republicanos. De inmediato hubo millares de detenciones, debiendo habilitarse nuevas prisiones y campos de concentración en Torremolinos y Alhaurín el Grande, y comenzaron las ejecuciones extrajudiciales, mientras se instalaban los tribunales militares y se ponían en marcha los consejos de guerra.

Y, sin embargo, antes de la entrada de los «nacionales», la ciudad se había quedado medio vacía por la desesperada huida de miles de refugiados por la única vía de escape posible, lanzándose a la carretera que unía Málaga con Almería. El éxodo fue espontáneo, sin ningún plan de evacuación y sin ninguna protección militar: por el contrario, los fugitivos fueron bombardeados por el camino desde el mar, por la artillería naval de la armada «nacional», y desde el aire por la aviación italiana, y abatidos por las ametralladoras de las tropas italianas, que les seguían los pasos. Sólo el miedo podía explicar todos los riesgos que corrieron los muchos que pretendieron huir de la ciudad. Bastantes de ellos fueron detenidos cuando iniciaban la huida, y otros volvieron espontáneamente a Málaga o a los pueblos de los alrededores. Carmen Gómez, militante comunista, fue delatada y apresada en un palacete ocupado por la Falange; allí se pelaba y se obligaba a tomar aceite de ricino, y posteriormente se fusilaba. Carmen, que tenía entonces veintinueve años, fue asimismo ejecutada (2). Luisa Huete era casi una niña de quince años que fue detenida cuando iba a salir de Málaga con su familia. Dijeron que era una miliciana y la encerraron en una prisión improvisada en la fábrica de tabacos: «Nos ficharon, nos dieron aceite de ricino, con el sargento Vega dando golpes con el vergajo»En el consejo de guerra la condenaron a 16 años de reclusión (3). Era muy común que las mujeres que se habían quedado solas en la carretera tras la muerte de sus familiares, o que vagaban sin rumbo fijo por las calles malagueñas, fueran delatadas por cualquier persona que las conociera, detenidas, golpeadas y rapadas; el rapado, aparte de constituir un castigo preventivo, significaba sobre todo un distintivo que diferenciaba a las mujeres rojas de las mujeres «de orden». De cualquier forma, el hecho en sí era muy angustioso para las víctimas, algunas de las cuales pensaron en suicidarse o se suicidaron, de hecho. Juan Carrera Luque había pertenecido al Comité de Defensa de Almogía (Málaga) y fue uno de los muchos que corrió con su familia por la carretera de Almería, pero que se volvieron desde Motril, creyendo que no les pasaría nada porque no tenían delitos de sangre. No obstante, a su vuelta al pueblo, él se escondió, pero detuvieron a su mujer y a su hija, por lo que se presentó a las nuevas autoridades, siendo ejecutado de inmediato. Continuó el acoso a su mujer, Francisca Luque Muñoz:
Estábamos en casa de una tía en Almogía, y llegó un barbero con una pareja de civiles. Y a mi madre la pelaron y a otras que había allí. Yo lloraba [. . .]. La sentaron y la pelaron. Ella, con el susto y el miedo, se lió a llorar. Fue el barbero. Cuando la pelaron, le dieron un cuarto de litro de aceite de ricino y le dijeron: «¡Toma, para que te crezca el pelo!». Y ella comenzó a gritar: «¡Ay, pegadme un tirol». Hasta intentó suicidarse.
La hija de Francisca contó esta historia en 1988: su familia fue detenida en la carretera de Almería. Recordaba a los falangistas que se llevaban a su madre y a sus hermanos junto a tres mujeres, las pelaban y las hacían salir a la calle: 
«Mi madre llegó llorando a la casa; sin dejar de llorar, se metía en la cama [. . .] Un día la obligaron a que llevara un cubo y trapos para limpiar el cementerio; otro, la iglesia, el paseo, un local abandonado, y finalmente la acusaron de rebelión militar» (4)
Enrique González Duro


Notas
(1) Recogido por M. Velasco Haro, «Consecuencias de un espacio militar en la sierra sur de Sevilla y el noroeste malagueño», en La represión franquista en Andalucía, en www,memoria.antifranquista.com, any 7, núm. 11, edicio extraordinària, 2011.
(2) E. Barranquero Texeira, «Malagueñas en la represión franquista», Historia actual on-line2, 2007.
(3) Testimonio de Dolores, recogido por E. Barranquero Texeira, op. cit.
(4) Ibidem.

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Sobre la polémica entre Ramón Cotarelo y González Duro:

Apéndice: reseña del libro Las rapadas: el franquismo contra la mujer.
Autor y fuente: Fernando Jiménez Herrera, en Asparkía, 27; 2015, 233-263

Enrique González Duro, autor de la obra Las rapadas. El franquismo contra la mujer, ejerce, actualmente, de psiquiatra en el hospital madrileño Gregorio Marañón. 

Las rapadas es un estudio en el que se exponen una serie de casos de represión ejercidos por los sublevados contra las mujeres republicanas y a las esposas, hijas o madres de los republicanos durante la guerra civil española y la posguerra. El autor los analiza intentando comprender las motivaciones que llevan a un grupo de hombres a humillar a una serie de mujeres por el mero hecho de haber simpatizado con el bando republicano. También intenta comprender qué objetivos se persiguieron con esos actos, los efectos físicos y psicológicos que dichos acontecimientos produjeron en las mujeres que lo padecieron e intenta explicar el porqué de esas situaciones.

Las rapadas consta de un total de diez capítulos subdivididos en apartados, sin embargo, la obra carece de introducción y de conclusiones. A través de estos diez capítulos el autor realiza un recorrido por los aparatos represores franquistas, centrando su atención en aquellos acontecimientos que tuvieron como víctimas a las mujeres, obligadas a tomar aceite de ricino, a ser rapadas y a ser paseadas por las calles en el momento en el que el aceite de ricino actuaba sobre sus cuerpos. En un análisis más pormenorizado, en el primer capítulo, el autor habla de la represión franquista, en general, aunque empieza a centrar la obra en los acontecimientos que atañeron a las mujeres como víctimas. Los castigos que analiza son la ingesta de forma violenta de aceite de ricino, su posterior rapado y cómo, mientras el aceite de ricino actuaba sobre sus cuerpos, estas fueron paseadas, en algunos casos semidesnudas. Fueron hechos extrajudiciales que contaron con el beneplácito de los insurrectos y la población que les fue favorable. Estos actos violentos contra las mujeres solían ir acompañados de violaciones y torturas. El autor delimita las dos partes del castigo, la íntima y privada. La privada, la violación, y la pública, el paseo, el rapado de pelo o los efectos del aceite de ricino sobre el cuerpo de la mujer. Cada uno de estas dimensiones del castigo tenía un fin. En el caso de la parte pública fue el ejemplo. Se quiso atemorizar a la población y demostrar lo que les pasaría si rompen el nuevo orden social que quiso imponer la dictadura. Este nuevo orden en realidad fue el orden tradicional, que dividía a la sociedad en dos dimensiones o esferas, la pública y la privada. En la pública, la relacionada con la sociedad, y la política donde actuaba el hombre, y la esfera privada, reducida al hogar, a la correcta ama de casa y madre ejemplar, se le imponía a la mujer. Las mujeres que fueron castigadas, lo fueron por trasgredir esos roles sociales tradicionales-nuevos, ya que habían salido a la calle, habían vestido el mono, habían consentido e incluso alentado a los hombres a actuar en contra del orden tradicional, en definitiva habían invadido la esfera pública, habían actuado como hombres, por ello debían de ser castigadas.

En un segundo capítulo el autor mantiene un nexo con el primero capítulo y continúa desarrollando la idea de la miliciana en el imaginario colectivo de ambos combatientes, para posteriormente centrarse en el caso del imaginario franquista. El autor habla de tres modelos de mujeres que los sublevados identifican con uno solo, las rojas. Son las milicianas, las republicanas y las madres, hijas y esposas de los republicanos. Claramente son tres grupos diferentes que los insurrectos equiparan y a los que atribuyen los mismos males. Se les atribuye, desde las nuevas autoridades, toda una serie de delitos y actos, en algunos casos imaginados, ya que se crea el estereotipo de «roja». El lado contrario estaría encarnado por la imagen de mujer perfecta proyectada por las fuerzas sublevadas y amparada por la Sección Femenina de Falange Española, es decir, la dueña del hogar maternal, no egoísta y católica. El autor mantiene la hipótesis de que este tipo de torturas físicas y psíquicas sobre las mujeres que habían trasgredido la norma social (según el modelo franquista) sirvió para reeducarlas, por ello se las rapaba la cabeza como forma de que la sociedad viera quiénes eran y no pasaran desapercibidas, para que fueran señaladas y humilladas públicamente. Era la forma más eficaz de degradar a la mujer como mujer, la deshumanizaban. También fueron paseadas y obligadas a acudir a misa o limpiar hogares y calles para que estuvieran en lugares donde las personas pudieran verlas e insultarlas. En algunos casos la gente que participaba en estos actos viéndolas e insultándolas lo hacía obligada, por miedo, ya que estos paseos fueron una forma de terror para que nadie se revelase contra el sistema. Tras vivir estas experiencias traumáticas se les obligaba a callar para que dichos actos quedasen silenciados.

En el tercer capítulo, el autor muestra su descontento con la historiografía por haber dejado a estas mujeres en el olvido. Aunque el autor reconoce la escasez de fuentes escritas. La fuente fundamental son los testimonios de aquellas mujeres que siguen vivas y lo vivieron o de todas aquellas personas que lo presenciaron. Tras esta crítica, continúa describiendo los casos de rapados en las cárceles oficiales. En las cárceles se daba una solidaridad entre las presas favoreciendo la creación de una identidad grupal, lo que hacía más llevadera su situación. Esta violencia fue una violencia no tipificada ni normalizada, fue arbitraria y aunque se dio en toda la zona sublevada no fue igual ni siguió los mismos cauces. Lo que se produjo fue de un juicio moral un juicio penal, por lo que por un acto moral finalmente se producía un castigo físico. No obstante, en numerosos casos las mujeres fueron incriminadas por actos cometidos por sus maridos. Las mujeres fueron tomadas como rehenes para que sus familiares masculinos volvieran o dejaran de esconderse. Las fuerzas sublevadas siempre creyeron a la mujer culpable de lo que hiciese el marido, hermano o hijo/s, ya que fue la encargada de velar por la armonía familiar. Tras estos duros castigos, estas mujeres tuvieron que salir fuera del hogar, rompiendo así el modelo de buena mujer franquista, para poder mantener a su familia. Esta forma de vida fue muy arriesgada dando lugar a nuevas detenciones, nuevos rapados, torturas y aceite de ricino. De esta forma se alimentó el mito franquista de la mujer roja incorregible. Las mujeres que habían pasado por todo ello solo podían sobrevivir.

En el cuarto capítulo se analiza de una forma más profunda el significado del rapado y el paseo. Un rapado solo que suponía la pérdida del elemento identificativo e identitario por naturaleza de la mujer, su símbolo de belleza, según el autor, perdiendo así su dignidad.

En el quinto y sexto capítulo se analiza el caso de este tipo de actos represivos en Andalucía, centrándose en quiénes fueron las acusadas y quiénes los acusadores. En muchos casos las mujeres consideradas desafectas fueron mujeres de clases humildes, de baja formación y pocos recursos, en su mayoría casadas, que fueron denunciadas por otras mujeres representantes de ese modelo del ángel del hogar auspiciado por los sublevados.

En el séptimo capítulo el autor refleja el trato dado por las nuevas autoridades a las mujeres de clase baja una vez acabada la guerra. Cómo a las mujeres de clase baja las trataron como sujeto y cómo se veían obligadas a realizar las tareas propias de su sexo, mientras que las señoras y señoritas, por su condición económica, no pueden ejercer dichas labores. Esta idea la retoma el autor con la intención de narrar cómo algunas mujeres consideradas desafectas fueron acusadas de obligar a mujeres con recursos a trabajar en sus labores o en labores tradicionalmente masculinas ante la marcha de estos al frente. Fue una inversión de los roles, en este caso, ligados al nivel económico, otra forma de transgresión del modelo social que querían imponer los sublevados.

El octavo capítulo centra su atención en los responsables de los castigos, grupos de falangistas, requetés o personas de derechas que detenían a las mujeres por ser familiares de republicanos, tanto fugados como detenidos, o por ser milicianas, por motivo propio o por denuncias de vecinos en ningún caso comprobadas. Fue una muestra de poder de los que ahora mandaban, haciendo lo que quisieron con total impunidad. Su objetivo fue deshumanizar a las mujeres y cosificarlas, para poder someterlas y reeducarlas en base a los nuevos valores. Lo primero que hacían los torturadores fue desfigurar el rostro, el elemento humano, para poder así cosificarla, para ello acudían al rapado. En caso de producirse violaciones, en general, se guardaban en la memoria y no fueron visibles, solo existían los rumores. La violación les sirvió a los soldados para demostrar el control de las nuevas autoridades, su control sobre el cuerpo femenino.

En el capítulo nueve el autor centra su atención sobre el significado de la nuevavieja mujer y de la mujer republicana. En el nuevo-viejo modelo social franquista había un fuerte componente sexual. Había que distinguir y asignar funciones específicas a cada sexo ya que el nuevo estado era un estado viril y por tanto dependía mucho de la definición de los roles sociales. La mujer debía de ser uno de los pilares fundamentales de ese estado, ya que sobre ella recaía la labor doméstica y familiar, era la que trasmitía los valores a la familia. Por el contrario la mujer republicana encarnaba todos los avances de la Segunda República que debían ser destruidos. La forma de destruir y desvirtuar estos valores republicanos era a través del cuerpo de la mujer, único elemento que se puede denigrar y degradar. Desde esta perspectiva, el rapado suponía la sumisión del cuerpo de la mujer. Por ello luchar contra estas mujeres, agredirlas, suponía una lucha contra el grupo enemigo en su conjunto. Su delito, imaginadas transgresiones sociales y morales. Humillándolas a través de los paseos se pretendía que volviesen a actuar como mujeres en base a los nuevos valores. También se perseguía el objetivo de imponer el miedo en la sociedad para someterla y a la vez crear comunidad. También se perseguía con el rapado homogeneizar a este colectivo de mujeres bajo la misma aura imaginada de delitos y actos contrarios según la moral y los valores del nuevoviejo poder. Por ello en lugares donde eran numerosas, como las cárceles hacían comunidad e identidad grupal ofreciendo resistencia a través de actos cotidianos a su cosificación. No obstante, en pueblos y ciudades estaban solas y a merced de las autoridades, controladas y vigiladas. A ello se unía la vergüenza, una vergüenza aliada del silencio, porque tras estas humillaciones las mujeres solo querían olvidar y que la comunidad olvidase con ellas, para que no hablasen mal de ellas. Este tipo de prácticas decrecieron en número por miedo a su repercusión internacional en la posguerra, sobre todo al finalizar la Segunda Guerra Mundial. 

El décimo capítulo recoge actos acontecidos durante la dictadura, más concretamente las huelgas mineras de 1962-63. En dichas huelgas se produjo una brutal represión que afectó también a las mujeres, volviendo a aparecer el rapado, una muestra de que el régimen no había cambiado, aunque sí tuvo una gran repercusión social y fuertes quejas de intelectuales de toda América y Europa, incluso de intelectuales españoles, tanto en el exilio como en el territorio nacional.

Esta obra es clave porque incorpora elementos novedosos en su análisis y su enfoque, al igual que en su objeto de estudio. No obstante, carece de introducción y de conclusiones, por lo que queda incompleta. Otro elemento que perjudica el contenido de esta obra es su estructura. Mientras que se dedican capítulos enteros a Andalucía, describiendo detalles del avance enemigo y sus consecuencias, pueblo por pueblo, en el caso de Madrid, el frente norte o Cataluña apenas ofrece información o esta es muy somera, incidiendo poco en las diferencias territoriales de las que habla el autor a la hora de comentar las peculiaridades de las torturas hacia las mujeres republicanas. Una construcción cultural que se omite y que es fundamental para entender este tipo de acontecimientos. Finalmente subrayar que el autor, en algunas partes de su obra, es muy reiterativo, describiendo una serie de actos semejantes con diferentes palabras. Sin embargo, es una obra sin parangón, que muestra de forma clara y precisa en qué consistieron y por qué se dio la violencia hacia la mujer por parte de los sublevados, analizando sus efectos desde una perspectiva inédita, los efectos emocionales-psiquiátricos. Una obra que saca a la luz un tema subyugado por el silencio y olvidado por la historiografía. 


Apéndice: índice del libro Las rapadas: el franquismo contra la mujer.

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