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martes, 21 de mayo de 2013

¿Democracia o capitalismo? III


Ofrecemos la tercera y última parte de la traducción al castellano de una reseña de Jürgen Habermas que se publica en Blätter für Deutsche und internationale Politik [Hojas sobre política alemana e internacional] en mayo 2013 del libro de Wolfang Streeck


Gekaufte Zeit – Die vertagte Krise des demokratischen Kapitalismus
[Tiempo comprado. La aplazada/suspendida crisis del capitalismo democrático]



III/III CUATRO ARGUMENTOS EN CONTRA DE LA UNION POLITICA


El primero y más contundente de estos argumentos se dirige contra la eficacia de los programas económicos regionales dada la heterogeneidad histórica de las culturas económicas de la que hemos de partir en la Europa nuclear. De hecho, la política de una unión monetaria debe pretender a largo plazo equilibrar las desigualdades estructurales de competitividad entre las economías nacionales, o cuando menos reducirlas. A modo de ejemplos contrarios menciona Wolfgang Streeck la antigua RDA [República Democrática Alemana] desde la reunificación y el Mezzogiorno [macroregión meridional de la República Italiana]. Ambos casos nos recuerdan los sin duda decepcionantes horizontes a medio plazo, los concretos estímulos al crecimiento económico con los que siempre debemos contar en las regiones menos avanzadas. Respecto a los problemas de regulación que esperan a una gobernanza económica europea, los citados ejemplos, sin embargo, no resultan suficientes como para justificar ningún pesimismo fundamental general. La reconstrucción de la economía germano-oriental tiene que ver con un problema históricamente nuevo, un cambio sistémico en cierto modo asimilante, un proceso que no se inicia motu propio, sino dirigido por las élites de la RFA [República Federal Alemana], en una nación que se encontraba dividida durante cuatro decenios. Vistas a medio plazo, las transferencias relativamente cuantiosas parecen surtir el efecto deseado.

Distinto es el problema persistente de cómo estimular económicamente una región desfasada y pauperizada, social y culturalmente premoderna, con rasgos no estatales y sometida al yugo de la Mafia, como lo es el sur de Italia. Pero, dado su particular fondo histórico, este ejemplo tampoco resulta constructivo ni informativo en relación con las preocupadas miradas que el norte europeo dirige a algunos “sureños”. El problema de la Italia dividida viene enlazado con las secuelas a largo plazo que supuso la unificación nacional de un país que desde el fin del Imperio Romano ha tenido que soportar cambiantes soberanías extranjeras.  Las raíces históricas del actual problema se basan en el fracaso del risorgimento  promovido manu militari por Saboya que se ha considerado usurpatorio. En este contexto, habrá que ver además los esfuerzos, más o menos productivos, que los gobiernos italianos emprendieron durante la postguerra. Tal y como también menciona Streeck, éstos se han ido enredando en un nepotismo entre los partidos gobernantes y las estructuras locales de poder. La consecución política de los programas de desarrollo ha ido fracasando debido a una administración vulnerable a la corrupción, y no por la resistencia de una cultura política social y económica que sacara su fuerza de un modo de vida que mereciera ser conservado. Visto en el marco sistémico europeo, con sus varios niveles y fuertemente juridificado,  el peculiar recorrido organizativo desde Roma a Calabria y Sicilia a duras penas podría servir de ejemplo para implementar los programas de Bruselas,  en los que además participarían otras 16 naciones más que no dejarían de mirar con recelo.

El segundo argumento se refiere a la frágil integración social de unos “estados nacionales inacabados”, como Bélgica y España.     Señalando los conflictos abiertos entre valones y flamencos; entre Cataluña y el Gobierno central de Madrid, Streeck nos hace observar el problema que supone integrar varias “regionalidades” en un estado nacional, y que sería tanto más difícil en una Europa grande. Cierto es que el complejo proceso formativo de estados ha dejado líneas conflictivas entre las formaciones anteriores y históricamente superadas – pensemos en los bávaros quienes en 1949 no votaron a favor de la Grundgesetz [ley fundamental alemana]; la separación pacífica entre Eslovaquia y Chequia; la cruenta desintegración de Yugoslavia; el separatismo de los vascos, escoceses, de la Liga Norte, etc. En estos “puntos de rotura histórica” los conflictos suelen (re)surgir siempre cuando las capas más vulnerables de la sociedad  son sometidas a situaciones de  crisis económicas o cambios históricos y, temiendo perder su estatus, se vienen a agarrar a unas identidades supuestamente “naturales”, ya sean de tipo tribal, regional, lingüístico o nacional de la que se esperan ese vínculo de identidad natural. El nacionalismo que cabía esperar, una vez desintegrada la Unión Soviética,  en los estados europeos centrales y orientales,  vendría a ser en este contexto el equivalente sociopsicológico al separatismo que surge en los “viejos” estados nacionales.

Lo supuestamente “orgánico” de estas identidades, en ambos casos es ficticio[8] y no un hecho histórico del que pudiera derivarse argumento alguno que impidiera la integración. Los fenómenos regresivos de este tipo resultan ser síntomas de un fracaso político y económico, por no poder garantizar tanta seguridad social que fuera necesaria. La pluralidad sociocultural de las regiones y naciones, constituye una riqueza que distingue Europa de otros continentes, y no una barrera capaz de reducir a Europa a una forma mini-estatal  de integración política.
Las dos primeras objeciones se refieren a la funcionalidad y estabilidad de una Unión Política más estrecha. Con su tercer argumento, Wolfgang Streeck pretende negar hasta la deseabilidad de éstas: forzar las culturas económicas del sur para aproximarlas por razones políticas a las del norte supondría también nivelar las respectivas formas de vida. Si bien cabe hablar en caso de un “injerto del modelo social y económico de libre mercado,  que además se impondría de manera tecnocrática; de una homogeneización impuesta de las circunstancias vitales; precisamente en este aspecto no debe desdibujarse la diferencia entre los procesos decisorios democráticos y los de índole mercantil. Las decisiones que se tomen a nivel europeo y que queden legitimadas democráticamente sobre programas económicos regionales o medidas específicas de racionalización que afecten las administraciones públicas nacionales,  también entrañarían la unificación de las estructurales sociales. Pero si ante cada modernización políticamente deseada sospecháramos una homogeneización forzada, convertiríamos en fetiche comunitarista cualquier similitud familiar entre los diversos modos económicos y vitales. Por lo demás, al encontrarnos con infraestructuras sociales similares y difundidas por todo el mundo, que a día de hoy casi todas las sociedades las ha convertido ya en sociedades “modernas”, nos encontramos por igual con los correspondientes procesos de individualización y de multiplicidad de las formas de vida. [9]

Finalmente, así el cuarto argumento,  comparte Wolfgang Streeck el criterio de que la sustancia igualitaria de la democracia de derecho tan sólo puede realizarse sobre el fundamento de la unión solidaria nacional y, por tanto, dentro de los límites territoriales del estado nacional, ya que de otro modo resultaría inevitable que se mayoricen las culturas minoritarias. Sin abordar la extensa    discusión sobre los derechos culturales, este supuesto, mirado a largo plazo, ha de resultar arbitrario. Sin ir más lejos, ya los estados nacionales se apoyan en una forma sumamente artificial de solidaridad entre extranjeros (no nacionales) que se deriva del estatus de ciudadano de construcción jurídica. Y tampoco en las sociedades étnica y lingüísticamente homogéneas , la conciencia de nación viene a ser nada de generación natural, sino un producto, administrativamente promovido,  de historiografía, prensa,  obligatoriedad del servicio militar, etc.  El ejemplo de conciencia nacional que existe en las sociedades de inmigración heterogénea nos documenta que cada populación puede desempeñar el papel de “nación”, capaz de conformar la voluntad política común en una cultura política dividida.

Dado que el derecho internacional es complementario al moderno sistema estatal, las pertinentes innovaciones cruciales en esta materia que se han producido desde el fin de la IIGM, vienen a reflejar una transformación de calado similar del estado nacional. Con la sustancia real de la soberanía que los estados aún conservan formalmente, también ha ido mermándose la soberanía popular. Esto se aplica, en mayor medida, a los estados europeos, que han transferido una parte de los derechos soberanos a la Unión Europea. Si bien sus gobiernos siguen considerándose “dueños de los contratos”, ya de la calificación de su derecho (incorporado en el Tratado de Lisboa) de salir de la Unión, se desprende la limitación de su soberanía que, de todos modos, está pasando a ser una ficción ante el progresiva entrelazamiento horizontal de los sistemas jurídicos nacionales en el proceso del ordenamiento europeo. Tanto más urge que nos cuestionemos si este marco normativo que la suficiente legitimación democrática.
Lo que Wolfgang Streeck está temiendo son las características de “unidad jacobina” de una democracia supranacional, ya que éstas,  formando y consolidando mayorías a partir de minorías, conducirían a la vez a nivelar “las comunidades económicas y de identidad que se fundamentaban en criterios de proximidad” (243). En este planteamiento subestima la innovadora creatividad jurídica que ya ha entrado en las instituciones existentes y las normas vigentes. Estoy pensando en el ingenioso proceso decisorio de la “mayoría doble” o la composición ponderada del Parlamento Europeo que, precisamente desde el aspecto de una representación justa,  viene a tener en cuenta las grandes diferencias de número habitantes en los  estados miembros pequeños y medianos. [10]

El temor de Streeck a la centralización de la competencias se alimenta ante todo de la suposición, errónea, de que al intensificarla,  la Unión Europea podría acabar en una especie de república federal europea. El estado federal no es el modelo adecuado, ya que las condiciones de legitimación democrática las puede cumplir igual un ente democrático y supranacional, que permita gobernar en común.  En este concierto podrían legitimarse todas las decisiones de los ciudadanos en su doble función de ciudadanos europeos, por un lado, y de ciudadanos de sus respectivos estados nacionales miembros,  por otro. [11] En una Unión Política así concebida, que habría que distinguir claramente de un “súper estado”, los estados miembros, a fuer de garantes del nivel de derecho y libertad que representan, y en comparación con los miembros subnacionales de un estado nacional, mantendrían intacta una posición muy fuerte.

¿Y ahora qué?

A favor de una alternativa política bien argumentada, mientras seguimos en lo abstracto, sólo hablaría su capacidad de crear perspectivas; nos indica una meta política, pero no el camino hacia ella. Los obvios obstáculos en este trayecto sustentan una valoración pesimista acerca de la viabilidad del proyecto europeo. Y es la combinación de dos hechos que debe preocupar a los partidarios de que haya “más Europa”.

Por un lado, la política de consolidación (siguiendo el patrón de los “frenos al endeudamiento”) que pretende establecer una constitución económica europea, y con ella, “las mismas reglas para todos”, que quedarían sustraídas de la toma democrática de decisiones. De este modo, las decisiones estratégicas y tecnócratas en materia económica, que surten sus efectos sobre todos los ciudadanos europeos,  quedarían desacopladas de los procesos decisorios dentro de los órganos y parlamentos nacionales, devaluando así los recursos de los ciudadanos, que tan sólo tienen acceso a sus “arenas” nacionales. De este modo, la política europea se tornaría de hecho más y más inexpugnable, pero cada vez más vulnerable desde el aspecto democrático.  Esta tendencia hacia la autoinmunización,  por otro lado, se vería fatalmente reforzada por la circunstancia de que la sostenida ficción de una soberanía fiscal de los estados miembro haría girar en sentido equivocado la percepción pública acerca de la crisis. La presión que ejercen los mercados financieros sobre los políticamente fragmentados presupuestos nacionales agudiza la precepción que los colectivos afectados por la crisis tienen de si mismos – la crisis viene a incitar unos contra otros los “países donantes contra los perceptores”, lo cual atiza el nacionalismo.

Wolfgang Streeck nos descubre este potencial demagógico: “En la retórica de la política internacional de deudas,  aparecen las naciones de concepción monista como si fueran actores morales integrados de responsabilidad común; las relaciones internas de clase y dominación no se contemplan ni se consideran.” (134) De esta manera, esta política para solventar la crisis, capaz de inmunizarse contra las voces críticas; y las percepciones públicas nacionales (de los pueblos) se vienen a distorsionar mutuamente.

Este bloqueo no podrá romperse hasta que se unan los partidos pro-europeos en unas campañas transfronterizas contra esta distorsión que hace pasar las cuestiones sociales por problemas nacionales. Sólo con el temor que los partidos democráticos tienen ante el potencial de la derecha,  me puedo explicar la circunstancia de que en todas y cada una de nuestras vidas públicas nacionales carezcamos de guerras de opinión, capaces de encenderse por una alternativa política bien planteada. Y es que los conflictos polarizantes sobre el rumbo que debe tomar la Europa nuclear, tan sólo tendrán efectos didácticos y no incitantes, cuando todas las partes implicadas llegan a admitir que no existen alternativas libres de riesgos ni de gastos.[12]
En lugar de establecer frentes a lo largo de las fronteras nacionales, serían los partidos quienes deberían distinguir entre perdedores y ganadores de esta crisis y su superación en función del grupo social al que pertenezcan, y que con independencia de su nacionalidad tengan que soportar cargas diferentes.

Los partidos europeos de izquierda están a punto de repetir el error histórico que ya cometieron en 1914. Ellos también se vienen a doblegar por temor a que los centros sociales se muestren vulnerables al populismo de derecha. En la República Federal contamos además con un paisaje mediático inmensamente devoto de Merkel que viene a reforzar a todos los implicados a seguirle este  juego, astuto y malicioso a la vez, de no abordar los temas delicados en tiempos de precampaña electoral. Deseo, por tanto, que tenga éxito la “Alternative für Deutschland” [Alternativa para Alemania, un nuevo partido anti euro][13] que espero logre obligar a los demás partidos de quitarse la “caperuza” en materia de política europea. Entonces podría resultar que después de las elecciones generales se tenga la oportunidad de ir formando, por lo pronto, una coalición “muy grande”, ya que tal y como están las cosas, será sólo la República Federal de Alemania que podrá tomar la iniciativa en una empresa de semejante calado. 


Jürgen Habermas en 
5/2013, pp. 59-70
Traducido al castellano para blogdelviejotopo por tucholskyfan Gabi




[8] De entre las “tribus” alemanas, los “sedentarios” bávaros se consideran los más originarios. Los análisis de DNA practicados en hallazgos óseos procedentes de la época tardía de las migraciones, de un momento en que los bávaros debutan en el plano histórico, han venido a confirmar la llamada Sauhaufen-Theorie [término acuñado por Meyerthaler]  “según la cual un núcleo popular tardoromano se habría mestizado con enormes hordas migratorias procedentes de Asia Central, Europa Oriental y el Norte de Alemania integrando una tribu bávara” [cfr. Süddeutsche Zeitung del 8.3.2013].

[9] El creciente pluralismo de las formas de vida que, a su vez,  viene a documentar una creciente diferenciación en los ámbitos de economía y cultura, contradice la expectación de unos modos de vida homogeneizados. También la sustitución, que describe Streeck, de las regulaciones corporativistas por unos mercados desregulados nos ha empujado hacia una individualización mayor que ocupaba a los sociólogos.  Este empuje explica por otra parte, el curioso fenómeno de que hayan cambiado de bando aquellos renegados de la generación del ’68 que habían soñado con poder vivir sus impulsos libertarios bajo las condiciones de autoexploración en una economía liberal de mercado. 

[10] Habiendo que reconsiderar los detalles, y a pesar de los reparos que expresa el Tribunal Constitucional, considero acertada esta tendencia. 

[11] Esta idea de la soberanía constituyente, que ya viene dividida entre los ciudadanos y los estados “desde un principio”, léase a partir del mismo proceso constituyente, la he desarrollado en: Jürgen Habermas, Zur Verfassung Europas [Sobre la Constitución Europea], Berlïn 2011; cfr. además Jürgen Habermas, Motive einer Theorie [ Móviles de una teoría] en: Im technokratischen Sog [ El Remolino tecnocrático].

[12] Entre las alternativas “baratas” cuenta la que recalienta George Soros cuando recomienda eurobonos  – alternativa que en si misma no es errónea – , pero que los nórdicos suelen rechazar con el argumento correcto “de que los eurobonos, en el sistema político actual tendrían un problema de legitimación, ya que “emplearían los impuestos recaudados, sin consultar a los electores y contribuyentes”. [Süddeutsche Zeitung del 11.4.2013]. Con este empate, llega a bloquearse la alternativa para obtener una base de legitimación para un cambio político, que bien podría incluír los eurobonos.

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