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domingo, 22 de noviembre de 2015

Fragmentos inconexos para un cuadro expresionista del paisaje humano africano. (1) África y el esmoquin de Yves Saint Laurent.




"En África no hay fronteras, ni siquiera entre la vida y la muerte"
Leopold Sedar Senghor 



Dedicado a mis compañeros blogueros Manuel y Gabi, en el calor de nuestra entrañable amistad...

África y el esmoquin de Yves Saint Laurent. Un flash mozambicano.

Me resulta paradójica mi dificultad para escribir sobre África, ya que mi cabeza rebosa de pensamientos y vivencias sobre el continente que vio nacer a la especie humana. ¡Qué extraño silencio es aquel que esconde en su interior un manantial de palabras, imágenes, recuerdos..! ¿Qué absurda impotencia me impide expresar lo que se dibuja con nitidez en mi mente? ¿Cómo hablar de aquello que para ser comprendido exige que sea vivido a través de la experiencia personal intransferible y, quizás, incomunicable?

Llegué a Mozambique como antropólogo para estudiar comunidades campesinas y sus modelos de racionalidad. En realidad, en mi motivación había mucho de huida de los salones académicos que marcan el ritmo de nuestra decadente vida universitaria. Durante varios años pasé temporadas en este país del cono sur africano. Fue así como llegué a las tierras macúas del norte y, viviendo en una de sus aldeas, completé mi particular proceso de catarsis que en el fondo buscaba sin darme cuenta. Y también cumplí con ese rito de paso de mi gremio, que es llegar a ser un antropólogo inocente.


No me resulta fácil hablar de lo que aprendí en África y la tentación de recurrir a la palabra críptica es permanente. A menudo me han preguntado por África, pero después de varios años me doy cuenta que sé poco de África. Escucho a otros sentar cátedra dando respuesta a la misma pregunta, pero creo que lo que han visto y conocido es apenas una realidad epidérmica, superficial, anecdótica, cargada de tópicos. Quizás por eso a ellos les resulta tan fácil hablar de África. Quizás para ser locuaz hablando del hogar primigenio del hombre, haya que hacer como ellos: limitarse a visitas fugaces, hoteles de cinco estrellas o confortables residencias en barrios blindados, selectos guetos para occidentales desde los que se conocerá una versión de África baja en calorías, lujosos coches todoterreno equipados con aire acondicionado, relacionarse únicamente con las élites... Así son capaces de trazar un diagnóstico preciso de los problemas africanos, de explicar con facilidad la realidad africana y de trazar un recetario perfecto y exhaustivo de soluciones. Pero yo no consigo ser locuaz como ellos y tan solo soy capaz de hablar sobre África de forma críptica y fragmentaria, deshilvanada, caótica, contradictoria... Pero acaso, quizás, quién sabe, sea eso lo que mejor define África. Porque es mejor la pintura expresionista que el clasicismo para hablar de África.

A menudo me han preguntado por África y con frecuencia me viene a la cabeza un aforismo de uno de los mayores intelectuales africanos, el poeta senegalés Léopold Sédar Senghor"En África no hay fronteras, ni siquiera entre la vida y la muerte". Pero la duda me lleva a pensar que quizás mis interlocutores no entiendan el significado. Entonces, en ocasiones, recurro a una historia que siempre he considerado una metáfora de lo que es África...

Era el tiempo de la recogida de la mandioca, elemento base de la alimentación de tantos africanos. En la aldea macúa la gente estaba contenta: iba a ser un buen año porque la cosecha sería abundante. Al atardecer pasé a visitar a un amigo. Estaba sentado en la baranda de su pallota. Pese a que las arrugas que esculpían su cuerpo y sus escasos dientes hacían pensar que se trataba de un anciano, en realidad era más joven que yo. En África las cosas suelen ocurrir con una lentitud exasperarte para un occidental, pero otras veces transcurren a un ritmo vertiginoso: la vida pasa deprisa, aunque corra huyendo hacia ninguna parte, y se es viejo antes de tiempo. Mi amigo, siendo joven, era ya un anciano. Me senté a su lado a disfrutar de uno de esos extraños placeres que nosotros hemos ya olvidado: conversar y disfrutar de su compañía, mientras el rojizo ocaso iba apoderándose de los tejados de paja de la aldea. Me comentó que había mucha mandioca en la machamba (huerta o área de cultivo) y entonces me pidió que le ayudase a transportarla con el coche. Acepté con agrado pero con preocupación, sabiendo que muchos otros podrían pedirme lo mismo y que si me negaba, de llegar a ocurrir, tendría un problema en la aldea.

Al día siguiente mi amigo madrugó para ir a la machamba y llenar los sacos y canastos de mandioca, antes de que yo llegase. Me preocupaba que mi destartalado pick up pudiese llegar hasta las machambas; sin apenas frenos y con la tracción estropeada, hacía tiempo que se había convertido en un vehículo de fantasía. Pero mi amigo me había garantizado que mi coche estaba protegido por los espíritus del mato. Y tenía razón: conseguí llegar. Es una ironía pensar cómo en determinadas circunstancias, un materialista marxista y ateo gracias a Dios (Buñuel dixit) como yo, puede llegar a confiar en los espíritus del mato. Pero en África, felizmente, nuestra lógica se derrumba con facilidad a menudo.

Bajé del coche. Observé a mi amigo a lo lejos, trabajando en medio de las mandioqueiras. Me acerqué y al llegar junto a él, dejó de trabajar y apoyó su fatigado cuerpo sobre un artesanal sacho fabricado con chatarra de automóvil. Respiraba hondo. Parecía cansado. Sudoroso. Sonrió contento, mostrando los escasos dientes que todavía le quedaban. Me quedé mirándolo sin decir nada. Me hacía sentir ternura, ese extraño sentimiento capaz de dar sentido a la vida. Entonces me di cuenta de su atuendo. Vestía un pantalón como cualquier otro, pero de cintura para arriba su cuerpo únicamente lo cubría un extraña y estrambótica chaqueta negra que dejaba al descubierto la sudorosa desnudez de su torso. No podía dar crédito a lo que veía: era una chaqueta de un esmoquin, rota por diferentes sitios, sucia, descolorida. Le pregunté por la prenda y me contó que la había comprado en el mercado a unos que a su vez compraban ropa a una ONG europea en la ciudad. Viendo mi interés, se la sacó y me la entregó para que la examinase. Resultó ser la chaqueta de un esmoquin de Yves Saint Laurent. Entonces empecé a pensar que aquello era una metáfora de África.

A menudo he pensado en aquella imagen de mi amigo, anciano solo en apariencia, trabajando en la machamba, vestido con una roída y vieja chaqueta de esmoquin de Yves Saint Laurent. Es la metáfora perfecta del continente primigenio. Y si me preguntáis qué es África, os diré: África, es un campesino trabajando la tierra con un roído esmoquin de Yves Saint Laurent, que antaño lucía sobre el cuerpo de un burgués europeo en lujosos salones de nuestra burbuja planetaria, y que termina en África gracias a la acción humanitaria de la lucrativa industria de la solidaridad. Quizás no necesitéis saber mucho más. Tampoco menos.


@VigneVT

4 comentarios:

  1. ¡Gracias, amigo!

    It's Pata Pata Time: https://www.youtube.com/watch?v=lNeP3hrm__k

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    Respuestas
    1. Miriam Makeba, una de mis favoritas. Una gran mujer y una gran artista. Supo recoger el alma africana :-)

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  2. Impresionante amigo mío.
    ¡Qué experiencias!

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  3. Despojados de hipócritas vestimentas civilizatorias todos somos iguales.
    Ojalá lleguemos algún día a parecernos a África, a sentir su paz.

    Maravilloso recuerdo. Tienes un tesoro, disfrútalo.
    Saludos, de Gabri.

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