Ofrecemos la tercera y última parte de la traducción al castellano de
una reseña de Jürgen Habermas que se publica en Blätter für Deutsche und internationale Politik [Hojas sobre
política alemana e internacional] en mayo 2013 del libro de Wolfang Streeck
Gekaufte Zeit – Die
vertagte Krise des demokratischen Kapitalismus
[Tiempo comprado.
La aplazada/suspendida crisis del capitalismo democrático]
III/III CUATRO ARGUMENTOS EN CONTRA DE LA UNION POLITICA
El
primero y más contundente de estos argumentos se dirige contra la
eficacia de los programas económicos regionales dada la heterogeneidad histórica
de las culturas económicas de la que hemos de partir en la Europa
nuclear. De hecho, la política de una unión monetaria debe pretender a
largo plazo equilibrar las desigualdades estructurales de competitividad entre
las economías nacionales, o cuando menos reducirlas. A modo de ejemplos
contrarios menciona Wolfgang Streeck la antigua RDA [República Democrática
Alemana] desde la reunificación y el Mezzogiorno
[macroregión meridional de la República Italiana]. Ambos casos nos
recuerdan los sin duda decepcionantes horizontes a medio plazo, los concretos
estímulos al crecimiento económico con los que siempre debemos contar en las
regiones menos avanzadas. Respecto a los problemas de regulación que esperan a
una gobernanza económica europea, los citados ejemplos, sin embargo, no
resultan suficientes como para justificar ningún pesimismo fundamental general.
La reconstrucción de la economía germano-oriental tiene que ver con un problema
históricamente nuevo, un cambio sistémico en cierto modo asimilante, un proceso
que no se inicia motu propio, sino
dirigido por las élites de la RFA [República Federal Alemana], en una nación
que se encontraba dividida durante cuatro decenios. Vistas a medio plazo, las
transferencias relativamente cuantiosas parecen surtir el efecto deseado.
Distinto es el problema persistente de cómo estimular económicamente una
región desfasada y pauperizada, social y culturalmente premoderna, con rasgos
no estatales y sometida al yugo de la Mafia, como lo es el sur de Italia. Pero,
dado su particular fondo histórico, este ejemplo tampoco resulta constructivo ni
informativo en relación con las preocupadas miradas que el norte europeo dirige
a algunos “sureños”. El problema de la Italia dividida viene enlazado con las
secuelas a largo plazo que supuso la unificación nacional de un país que desde
el fin del Imperio Romano ha tenido que soportar cambiantes soberanías
extranjeras. Las raíces históricas
del actual problema se basan en el fracaso del risorgimento promovido
manu militari por Saboya que se ha
considerado usurpatorio. En este contexto, habrá que ver además los esfuerzos,
más o menos productivos, que los gobiernos italianos emprendieron durante la
postguerra. Tal y como también menciona Streeck, éstos se han ido enredando en
un nepotismo entre los partidos gobernantes y las estructuras locales de poder.
La consecución política de los programas de desarrollo ha ido fracasando debido
a una administración vulnerable a la corrupción, y no por la resistencia de una
cultura política social y económica que sacara su fuerza de un modo de vida que
mereciera ser conservado. Visto en el marco sistémico europeo, con sus varios
niveles y fuertemente juridificado, el peculiar recorrido organizativo desde Roma a Calabria y
Sicilia a duras penas podría servir de ejemplo para implementar los programas
de Bruselas, en los que además
participarían otras 16 naciones más que no dejarían de mirar con recelo.
El
segundo argumento se refiere a la frágil integración social de unos
“estados nacionales inacabados”, como Bélgica y España. Señalando los
conflictos abiertos entre valones y flamencos; entre Cataluña y el Gobierno
central de Madrid, Streeck nos hace observar el problema que supone integrar
varias “regionalidades” en un estado nacional, y que sería tanto más difícil en
una Europa grande. Cierto es que el complejo proceso formativo de estados ha
dejado líneas conflictivas entre las formaciones anteriores y históricamente
superadas – pensemos en los bávaros quienes en 1949 no votaron a favor de la Grundgesetz [ley fundamental alemana];
la separación pacífica entre Eslovaquia y Chequia; la cruenta desintegración de
Yugoslavia; el separatismo de los vascos, escoceses, de la Liga Norte, etc. En
estos “puntos de rotura histórica” los conflictos suelen (re)surgir siempre
cuando las capas más vulnerables de la sociedad son sometidas a situaciones de crisis económicas o cambios históricos y, temiendo perder su
estatus, se vienen a agarrar a unas identidades supuestamente “naturales”, ya
sean de tipo tribal, regional, lingüístico o nacional de la que se esperan ese
vínculo de identidad natural. El nacionalismo que cabía esperar, una vez
desintegrada la Unión Soviética,
en los estados europeos centrales y orientales, vendría a ser en este contexto el
equivalente sociopsicológico al separatismo que surge en los “viejos” estados
nacionales.
Lo supuestamente “orgánico” de estas identidades, en ambos casos es
ficticio[8] y no un hecho histórico del que
pudiera derivarse argumento alguno que impidiera la integración. Los fenómenos
regresivos de este tipo resultan ser síntomas de un fracaso político y
económico, por no poder garantizar tanta seguridad social que fuera necesaria.
La pluralidad sociocultural de las regiones y naciones, constituye una riqueza
que distingue Europa de otros continentes, y no una barrera capaz de reducir a
Europa a una forma mini-estatal de
integración política.
Las dos primeras objeciones se refieren a la funcionalidad y estabilidad
de una Unión Política más estrecha. Con su tercer
argumento, Wolfgang Streeck pretende negar hasta la deseabilidad de éstas: forzar
las culturas económicas del sur para aproximarlas por razones políticas a las
del norte supondría también nivelar las respectivas formas de vida. Si bien
cabe hablar en caso de un “injerto del modelo social y económico de libre
mercado, que además se impondría
de manera tecnocrática; de una homogeneización impuesta de las circunstancias
vitales; precisamente en este aspecto no debe desdibujarse la diferencia entre
los procesos decisorios democráticos y los de índole mercantil. Las decisiones
que se tomen a nivel europeo y que queden legitimadas democráticamente sobre
programas económicos regionales o medidas específicas de racionalización que
afecten las administraciones públicas nacionales, también entrañarían la unificación de las estructurales
sociales. Pero si ante cada modernización políticamente deseada sospecháramos
una homogeneización forzada, convertiríamos en fetiche comunitarista cualquier
similitud familiar entre los diversos modos económicos y vitales. Por lo demás,
al encontrarnos con infraestructuras sociales similares y difundidas por todo
el mundo, que a día de hoy casi todas las sociedades las ha convertido ya en
sociedades “modernas”, nos encontramos por igual con los correspondientes
procesos de individualización y de multiplicidad de las formas de vida. [9]
Finalmente, así el cuarto
argumento, comparte Wolfgang
Streeck el criterio de que la sustancia igualitaria de la democracia de derecho
tan sólo puede realizarse sobre el fundamento de la unión solidaria nacional y,
por tanto, dentro de los límites territoriales del estado nacional, ya que de
otro modo resultaría inevitable que se mayoricen las culturas minoritarias. Sin
abordar la extensa
discusión sobre los derechos culturales, este supuesto, mirado a largo
plazo, ha de resultar arbitrario. Sin ir más lejos, ya los estados nacionales
se apoyan en una forma sumamente artificial de solidaridad entre extranjeros
(no nacionales) que se deriva del estatus de ciudadano de construcción
jurídica. Y tampoco en las sociedades étnica y lingüísticamente homogéneas , la
conciencia de nación viene a ser nada de generación natural, sino un producto,
administrativamente promovido, de
historiografía, prensa,
obligatoriedad del servicio militar, etc. El ejemplo de conciencia nacional que existe en las
sociedades de inmigración heterogénea nos documenta que cada populación puede
desempeñar el papel de “nación”, capaz de conformar la voluntad política común
en una cultura política dividida.
Dado que el derecho internacional es complementario al moderno sistema
estatal, las pertinentes innovaciones cruciales en esta materia que se han
producido desde el fin de la IIGM, vienen a reflejar una transformación de
calado similar del estado nacional. Con la sustancia real de la soberanía que
los estados aún conservan formalmente, también ha ido mermándose la soberanía
popular. Esto se aplica, en mayor medida, a los estados europeos, que han
transferido una parte de los derechos soberanos a la Unión Europea. Si bien sus
gobiernos siguen considerándose “dueños de los contratos”, ya de la
calificación de su derecho (incorporado en el Tratado de Lisboa) de salir de la
Unión, se desprende la limitación de su soberanía que, de todos modos, está pasando
a ser una ficción ante el progresiva entrelazamiento horizontal de los sistemas
jurídicos nacionales en el proceso del ordenamiento europeo. Tanto más urge que
nos cuestionemos si este marco normativo que la suficiente legitimación
democrática.
Lo que Wolfgang Streeck está temiendo son las características de “unidad
jacobina” de una democracia supranacional, ya que éstas, formando y consolidando mayorías a
partir de minorías, conducirían a la vez a nivelar “las comunidades económicas
y de identidad que se fundamentaban en criterios de proximidad” (243). En este
planteamiento subestima la innovadora creatividad jurídica que ya ha entrado en
las instituciones existentes y las normas vigentes. Estoy pensando en el ingenioso
proceso decisorio de la “mayoría doble” o la composición ponderada del
Parlamento Europeo que, precisamente desde el aspecto de una representación
justa, viene a tener en cuenta las
grandes diferencias de número habitantes en los estados miembros pequeños y medianos. [10]
El temor de Streeck a la centralización de la competencias
se alimenta ante todo de la suposición, errónea, de que al intensificarla, la Unión Europea podría acabar en una
especie de república federal europea. El estado federal no es el modelo
adecuado, ya que las condiciones de legitimación democrática las puede cumplir
igual un ente democrático y supranacional, que permita gobernar en común. En este concierto podrían legitimarse
todas las decisiones de los ciudadanos en su doble función de ciudadanos
europeos, por un lado, y de ciudadanos de sus respectivos estados nacionales
miembros, por otro. [11] En una Unión Política así concebida,
que habría que distinguir claramente de un “súper estado”, los estados
miembros, a fuer de garantes del nivel de derecho y libertad que representan, y
en comparación con los miembros subnacionales de un estado nacional, mantendrían
intacta una posición muy fuerte.
¿Y ahora
qué?
A favor de una alternativa política bien argumentada,
mientras seguimos en lo abstracto, sólo hablaría su capacidad de crear
perspectivas; nos indica una meta política, pero no el camino hacia ella. Los
obvios obstáculos en este trayecto sustentan una valoración pesimista acerca de
la viabilidad del proyecto europeo. Y es la combinación de dos hechos que debe
preocupar a los partidarios de que haya “más Europa”.
Por un lado, la política de consolidación (siguiendo el
patrón de los “frenos al endeudamiento”) que pretende establecer una
constitución económica europea, y con ella, “las mismas reglas para todos”, que
quedarían sustraídas de la toma democrática de decisiones. De este modo, las
decisiones estratégicas y tecnócratas en materia económica, que surten sus
efectos sobre todos los ciudadanos europeos, quedarían desacopladas de los procesos decisorios dentro de
los órganos y parlamentos nacionales, devaluando así los recursos de los
ciudadanos, que tan sólo tienen acceso a sus “arenas” nacionales. De este modo,
la política europea se tornaría de hecho más y más inexpugnable, pero cada vez
más vulnerable desde el aspecto democrático. Esta tendencia hacia la autoinmunización, por otro lado, se vería fatalmente
reforzada por la circunstancia de que la sostenida ficción de una soberanía
fiscal de los estados miembro haría girar en sentido equivocado la percepción
pública acerca de la crisis. La presión que ejercen los mercados financieros
sobre los políticamente fragmentados presupuestos nacionales agudiza la
precepción que los colectivos afectados por la crisis tienen de si mismos – la
crisis viene a incitar unos contra otros los “países donantes contra los
perceptores”, lo cual atiza el nacionalismo.
Wolfgang Streeck nos descubre este potencial demagógico: “En
la retórica de la política internacional de deudas, aparecen las naciones de concepción monista como si fueran
actores morales integrados de responsabilidad común; las relaciones internas de
clase y dominación no se contemplan ni se consideran.” (134) De esta manera,
esta política para solventar la crisis, capaz de inmunizarse contra las voces
críticas; y las percepciones públicas nacionales (de los pueblos) se vienen a
distorsionar mutuamente.
Este bloqueo no podrá romperse hasta que se unan los
partidos pro-europeos en unas campañas transfronterizas contra esta distorsión
que hace pasar las cuestiones sociales por problemas nacionales. Sólo con el
temor que los partidos democráticos tienen ante el potencial de la
derecha, me puedo explicar la
circunstancia de que en todas y cada una de nuestras vidas públicas nacionales
carezcamos de guerras de opinión, capaces de encenderse por una alternativa
política bien planteada. Y es que los conflictos polarizantes sobre el rumbo
que debe tomar la Europa nuclear, tan sólo tendrán efectos didácticos y no
incitantes, cuando todas las partes implicadas llegan a admitir que no existen
alternativas libres de riesgos ni de gastos.[12]
En lugar de establecer frentes a lo largo de las fronteras
nacionales, serían los partidos quienes deberían distinguir entre perdedores y
ganadores de esta crisis y su superación en función del grupo social al que
pertenezcan, y que con independencia de
su nacionalidad tengan que soportar cargas diferentes.
Los partidos europeos de izquierda están a punto de repetir
el error histórico que ya cometieron en 1914. Ellos también se vienen a
doblegar por temor a que los centros sociales se muestren vulnerables al
populismo de derecha. En la República Federal contamos además con un paisaje
mediático inmensamente devoto de Merkel que viene a reforzar a todos los
implicados a seguirle este juego,
astuto y malicioso a la vez, de no abordar los temas delicados en tiempos de
precampaña electoral. Deseo, por tanto, que tenga éxito la “Alternative für
Deutschland” [Alternativa para Alemania, un nuevo partido anti euro][13] que espero logre obligar a los demás
partidos de quitarse la “caperuza” en materia de política europea. Entonces
podría resultar que después de las elecciones generales se tenga la oportunidad
de ir formando, por lo pronto, una coalición “muy grande”, ya que tal y como
están las cosas, será sólo la República Federal de Alemania que podrá tomar la
iniciativa en una empresa de semejante calado.
5/2013, pp. 59-70
Traducido al castellano para blogdelviejotopo por tucholskyfan Gabi
[8] De entre
las “tribus” alemanas, los “sedentarios” bávaros se consideran los más
originarios. Los análisis de DNA practicados en hallazgos óseos procedentes de
la época tardía de las migraciones, de un momento en que los bávaros debutan en
el plano histórico, han venido a confirmar la llamada Sauhaufen-Theorie [término acuñado por Meyerthaler] “según la cual un núcleo popular
tardoromano se habría mestizado con enormes hordas migratorias procedentes de
Asia Central, Europa Oriental y el Norte de Alemania integrando una tribu
bávara” [cfr. Süddeutsche Zeitung del
8.3.2013].
[9] El
creciente pluralismo de las formas de vida que, a su vez, viene a documentar una creciente
diferenciación en los ámbitos de economía y cultura, contradice la expectación
de unos modos de vida homogeneizados. También la sustitución, que describe
Streeck, de las regulaciones corporativistas por unos mercados desregulados nos
ha empujado hacia una individualización mayor que ocupaba a los
sociólogos. Este empuje explica
por otra parte, el curioso fenómeno de que hayan cambiado de bando aquellos
renegados de la generación del ’68 que habían soñado con poder vivir sus
impulsos libertarios bajo las condiciones de autoexploración en una economía
liberal de mercado.
[10] Habiendo
que reconsiderar los detalles, y a pesar de los reparos que expresa el Tribunal
Constitucional, considero acertada esta tendencia.
[11] Esta idea
de la soberanía constituyente, que ya viene dividida entre los ciudadanos y los
estados “desde un principio”, léase a partir del mismo proceso constituyente,
la he desarrollado en: Jürgen Habermas, Zur Verfassung Europas [Sobre la
Constitución Europea], Berlïn 2011; cfr. además Jürgen Habermas, Motive einer
Theorie [ Móviles de una teoría] en: Im technokratischen Sog [ El Remolino
tecnocrático].
[12] Entre las
alternativas “baratas” cuenta la que recalienta George Soros cuando recomienda
eurobonos – alternativa que en si
misma no es errónea – , pero que los nórdicos suelen rechazar con el argumento
correcto “de que los eurobonos, en el sistema político actual tendrían un
problema de legitimación, ya que “emplearían los impuestos recaudados, sin
consultar a los electores y contribuyentes”. [Süddeutsche Zeitung del 11.4.2013]. Con este empate, llega a
bloquearse la alternativa para obtener una base de legitimación para un cambio
político, que bien podría incluír los eurobonos.
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