Ofrecemos la traducción al castellano de una reseña de
Jürgen Habermas que publica en Blätter
für Deutsche und internationale Politik [Hojas sobre política alemana e
internacional] en mayo 2013 del libro de Wolfang Streeck
http://www.suhrkamp.de/buecher/gekaufte_zeit-wolfgang_streeck_58592.html
http://www.suhrkamp.de/buecher/gekaufte_zeit-wolfgang_streeck_58592.html
Gekaufte Zeit – Die
vertagte Krise des demokratischen Kapitalismus
[Tiempo comprado.
La aplazada/suspendida crisis del capitalismo democrático]
Para presentar al autor del libro enlazamos a continuación una entrevista celebrada el 28 de Marzo del 2011 en el Instituto Universitario Europeo de Florencia
http://estudiosdelaeconomia.wordpress.com/2011/04/14/entrevista-a-wolfgang-streeck/
http://estudiosdelaeconomia.wordpress.com/2011/04/14/entrevista-a-wolfgang-streeck/
I/III ¿Democracia o capitalismo?
-Sobre la miseria que supone fragmentar los estados
nacionales en una sociedad mundialmente integrada en el capitalismo-
Autor: Jürgen Habermas
En su libro sobre la aplazada o suspendida crisis del
capitalismo democrático[1] Wolfgang Streeck
nos despliega un despiadado análisis de cómo se generó la actual crisis
bancaria y de endeudamiento y cuál es su impacto sobre la economía real. Este
dinámico estudio, empíricamente fundado, se ha elaborado a partir de los que se
denomina Adorno-Vorlesungen [cátedras
Adorno] en el Frankfurter Institut für
Sozialforschung [Instituto de Investigación Social] de Fráncfort. En sus
mejores pasajes - siempre cuando a la pasión política se une la fuerza
ilustrativa que resulta de la suma de unos hechos críticamente esclarecidos y
unos argumentos contundentes - nos
viene a recordar al 18ª Brumario de Luis Bonaparte.
De punto de partida le sirve la justificada crítica de la teoría de la crisis
que Claus Offe y yo desarrollamos a mediados de los años ’70 del siglo pasado.
El entonces dominante optimismo regulador keynesiano nos había inspirado a
suponer que las posibles crisis económicas, dominadas políticamente, se fueran
a desplazar hacia unos imperativos
contradictorios dirigidos a un aparato estatal, que no estaría a su altura; (y
para citar a Daniel Bell, quien unos años más tarde hablaría de “las
contradicciones culturales del capitalismo”) que se fueran a articular en el marco de una crisis de
legitimación. Así es que hasta el día de hoy (aún?) no nos encontramos ante
ninguna crisis de legitimación, pero sí ante una tremenda crisis económica.
La génesis de la
crisis
Wolfgang Streeck, en su minuciosa retrospectiva histórica,
comienza exponiendo el transcurso de la crisis esbozando el régimen del estado
social tal y como se había venido consolidando en Europa desde la IIGM hasta
los años setenta. [2] A continuación, se ocupa de los periodos de implementación de
las reformas neoliberales que, sin mirar las consecuencias sociales, han
logrado mejorar las condiciones de explotación del capital e invertir
tácitamente la semántica del término “reforma”. Las reformas han aflojado los
requisitos de negociación corporativa y desregulado los mercados, no sólo los
del trabajo, sino también los de mercancías y servicios, y ante todo, los del
capital: “Al mismo tiempo, los mercados del capital se vienen transformando en
mercados de control empresarial, que eleva a máxima suprema de toda buena
gestión empresarial el aumento del shareholder
value” ( 57s.)
Wolfgang Streeck nos describe este cambio o viraje, iniciado
con Reagan y Thatcher, como un golpe de liberación por parte de los
propietarios del capital y sus gerentes contra el estado democrático quien, en virtud
de la justicia social, había reducido sus márgenes de beneficio; pero que a
ojos de los inversores, había estrangulado el crecimiento económico, dañando
por tanto, el bienentendido (sic)
bienestar general. La sustancia
empírica de su estudio consiste en la comparación longitudinal entre países
relevantes durante las últimas cuatro décadas. Con todas las diferencias entre
las economías nacionales en particular, resulta una imagen de un transcurso
sorprendentemente homogéneo de la crisis. Las crecientes tasas de inflación de
los años ’70 son reemplazadas por el creciente endeudamiento de los
presupuestos públicos y privados. Al mismo tiempo, crece la desigualdad en el
reparto de las rentas, mientras que decrecen los ingresos estatales en relación
con la partida de gastos. Con una creciente desigualdad, esta evolución nos
conduce a la transformación del estado fiscal: “El estado, gobernado por sus
ciudadanos, y a fuer de estado fiscal alimentado por éstos, se convierte en
un estado democrático endeudado, en la medida que su subsistencia deja de
depender de las aportaciones ciudadanas, pasando a depender cada vez más de sus
acreedores” (p. 119).
En la Comunidad Económica Europea se nos revela de modo
perverso cómo esta capacidad política de obrar de los estados miembros viene a
ser recortada por “los mercados”. El transformar el estado fiscal en uno
endeudado constituye el fondo de
un círculo vicioso donde los estados rescatan sus bancos corrompidos cuando, a su vez, son llevados a la
ruina por estos mismos institutos; con la consecuencia de que el dominante
régimen financiero acaba por someter a tutela a la ciudadanía del estado en
cuestión. Lo que ello entraña para el instituto de la democracia, lo pudimos
observar bajo lupa en aquella noche de cumbre en Cannes, cuando el primer ministro
griego, Papandreu, recibiendo palmadas de sus colegas, fue obligado a retirar
el referéndum que había anunciado.[3]
Corresponde a Wolfgang Streeck el mérito de haber demostrado que “la política
del estado endeudado”, que el Consejo Europeo, instado por el Gobierno alemán,
viene a practicar desde el año 2008, básicamente resulta ser la continuación de
la misma política filocapitalista que
nos había metido en la crisis.
Bajo las condiciones específicas de la Unión monetaria, la
política de consolidación fiscal somete a todos los estados miembros, no
obstante sus diferentes grados de desarrollo económico, a las misma reglas, y
concentra en el nivel europeo los derechos de intervención y control con el fin
de perseguirlas. Sin que en paralelo se refuerce la facultad del
Parlamento Europeo, esta
concentración de competencias en
manos del Consejo y la Comisión, supone desacoplar los públicos nacionales y
sus parlamento de un concierto
tecnócrata, apartado y autónomo, de gobiernos sumisos a los mercados. Wolfgang
Streeck teme que este forzado federalismo ejecutivo nos aporte una nueva
calidad de poder en toda Europa: “La consolidación de las finanzas europeas,
emprendida a modo de respuesta a la crisis fiscal, puede que termine en una
reforma del sistema de estados europeos, que se pretende coordinar entre
inversores financieros y la Unión Europea; puede terminar en una nueva
constitución de democracia capitalista en Europa con el fin de establecer los
resultados obtenidos en tres decenios de liberalización económica”(p. 164).
Esta aguda interpretación de las reformas en curso acierta
describiendo la alarmante tendencia evolutiva, que hasta puede que se imponga,
aunque se abandone el histórico vínculo entre democracia y capitalismo. Ante las puertas de la Unión monetaria
europea vigila un premier británico, quien
considera que la liquidación neoliberal del estado social no se está
persiguiendo lo suficientemente rápido, y quien, heredero fiel de Margaret
Thatcher, ya viene a animar a una canciller, dispuesta de todos modos, a
emplear el garrote en el círculo de sus colegas: “Queremos una Europa que
despierte y reconozca el nuevo mundo competente y flexible”.[4]
En esta gestión de la crisis, se nos ofrecen dos
alternativas para el debate: o bien liquidamos retroactivamente el euro
(recientemente se ha constituido un nuevo partido alemán con esta finalidad); o
bien nos disponemos a expandir la Unión monetaria para llegar a una democracia
supranacional; lo cual podría servir de plataforma institucional para invertir
las tendencias neoliberales, siempre y cuando se obtengan las mayorías
políticas necesarias.
La opción nostálgica
Poco me sorprende que Wolfgang Streeck opte por invertir el trend (tendencia) que nos lleva hacia la
desdemocratización. Esto significa: “crear instituciones, con las que se pueda
volver a recuperar el control social sobre los mercados: mercados del trabajo
que dejen un margen para la vida social;
mercados de mercancías, que no estropeen la naturaleza; mercados
crediticios, que no se conviertan en depósitos masivos de promesas
no cumplibles” (237). Pero la conclusión concreta que el autor saca de su
diagnóstico no puede resultar más sorprendente. Para él no es la expansión
democrática de una unión que se ha quedado a mitad del camino, y que debe
volver a equilibrar de manera democráticamente compatible el desequilibrio
entre política y mercado; no,
Streeck nos recomienda reducir en lugar de expandir. Quiere que regresemos a
las barreras de carros nacionales de los años ’60 ó ’70 para “poder defender lo
mejor posible las instituciones políticas, o acaso repararlas, con cuya ayuda
podríamos lograr modificar, o incluso sustituir, justicia mercantil por justicia
social” (236).
Lo que sorprende más es que opte, con nostalgia, por que esta
nación arrollada se atrinchere en su impotencia
soberana, a la vista de las transformaciones
radicales que experimentan los estados nacionales, que de controladores de sus mercados territoriales, pasan a ser
compañeros de juego derrocados que, a su vez, se encuentran integrados en unos
mercados globalizados. La
necesidad de control político que genera una economía mundial tan altamente
interdependiente en el mejor de los casos se ve mitigada por una red cada vez
más densa de organizaciones internacionales; pero se encuentra muy lejos de
quedar dominada/controlada en las asimétricas formas del tan alabado lema del
“gobernar más allá del estado nacional”. A la vista de este apremiante problema que supone una economía
mundial, cuyo sistema se está integrando, pero por otro lado continúa siendo
anárquica en lo político, era comprensible la reacción que se produjo en 2008
al estallar la crisis económica mundial. Los gobiernos del G8 se apresuraron
por incorporar en su ronda a los estados BRIC y algunos otros más. Por otra
parte, nos viene a documentar la falta de consecuencias, que siguió a los
acuerdos adoptados en Londres durante la primera conferencia de los G20, el
déficit aún mayor si cabe por la restauración de los bastiones nacionales: la
falta de capacidad colaboradora resultante de la fragmentación política en una
sociedad mundial integrada, pero sólo en términos económicos.
Por lo visto, resulta insuficiente la capacidad de acción
política de los estados nacionales, que desde hace tiempo vigilan con recelo su
minada soberanía, para rehuir de los imperativos de un sector bancario
sobredimensionado y disfuncional. Aquellos estados que no se asocian en
unidades supranacionales y sólo disponen del instrumentarlo que les ofrecen los
tratados internacionales, sucumben al reto político que supondría volver a acoplar
este sector a la economía real y reducir sus funciones a una dimensión razonable.
Los estados de la Unión Monetaria Europea se enfrentan de modo particular al
reto de alcanzar unos mercados irreversiblemente globalizados y acercarlos al
ámbito de su influencia indirecta, pero decididamente política. Pero de hecho la política con que
pretenden dominar la crisis se limita a ampliar una expertocracia para medidas con efecto suspensivo. Sin la presión de
una voluntad vital capaz de trascender
las fronteras nacionales y movilizar la sociedad civil, a la autonomizada
ejecutiva de Bruselas le falta energía y interés para volver a regular de modo
socialmente compatible los mercados desenfrenados.
Wolfgang Streeck no ignora que “el poder de los inversores
se nutre ante todo de la avanzada integración internacional y la eficiencia de
unos mercados globales” (129). A la vista del triunfo global que obtiene la
desregulación, viene a admitir expresamente que (él) “debe dejar sin resolver la
cuestión de cómo y con qué medios la política de organización nacional en una
economía cada vez más internacional tan siquiera pudo haber logrado dominar o
controlar evoluciones de este tipo” (112). Y puesto que una o otra vez resalta
la “ventaja organizativa que ofrecerían unos mercados financieros globalmente
integrados frente a las sociedades de organización nacional” (126), cabe
suponer que su análisis persigue llegar a la conclusión de que cualquier
esfuerzo de regular los mercados en virtud de la legislación democrática, que
incumbía a los estados nacionales, habría que regenerar a un nivel
supranacional. A pesar de ello, parece que está tocando para que nos retiremos
detrás de la Línea Maginot que
supondría la soberanía de los estados nacionales.
No obstante, al final del libro llega a coquetear con la
agresión indiscriminada de una resistencia autodestructiva, que ya no cree en
una solución constructiva.[5] Y ahí se
descubre cierto escepticismo frente a la propia llamada de consolidar las
remanentes reservas nacionales. Bajo la luz de esa resignación, la propuesta de
un “Bretton Woods europeo” parece como una ocurrencia añadida. El profundo
pesimismo con que la narración acaba, nos hace preguntar por el papel que este
convincente diagnóstico de la creciente divergencia entre capitalismo y
democracia podría suponer para un posible cambio político. ¿Hemos de asumir acaso
la incompatibilidad principal de democracia y capitalismo? Para poder aclarar
esta cuestión debemos empezar por el fondo teórico de este análisis.
[1] Wolfgang Streeck, Gekaufte Zeit. Die vertagte Krise des demokratischen Kapitalismus [Tiempo comprado. La aplazada/suspendida crisis del capitalismo democrático] Suhrkamp, Berlín 2013.
[2] Sus
características: pleno empleo; convenios salariales generales;
participación/cogestión; control estatal de las industrias clave; amplio sector
público con empleos seguros; una política remunerativa e impositiva eficiente y
capaz de impedir desigualdades sociales graves; y finalmente una política
estatal en materia coyuntural e industrial capaz de impedir riesgos de
crecimiento.
[3] Cf.
Comentario de Habermas en el Frankfurter
Allgemeine Zeitung 5.11.2011
[4] Süddeutsche
Zeitung (SZ) 8.4.2013
[5] Como ciudadano europeo que ha seguido (muy cómodamente) las protestas en Grecia, España y Portugal en la prensa, puedo compartir la empatía que Streeck siente con “los estallidos de ira en la calle”: “De ser así que los pueblos nacionales tan sólo pueden mostrarse responsables cuando renuncian al uso de su soberanía nacional y durante generaciones se limitan a conservar su solvencia frente a sus acreedores, podría resultar más responsable probar con métodos menos responsables” (218).
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