(Foto: Reuters/China Daily)
Ficha técnica:
Autora del artículo: Naomi Klein
Fuente: la traducción se ha venido confeccionando, selectivamente, a partir de su traducción al alemán por Karl D. Bredthauer y publicada en Blätter y a partir del original en inglés publicado en The Nation
Traducción al castellano para blog del viejo topo (fuente de la traducción): Tucholskyfan Gabi
Uso de esta traducción: licencia CC BY-SA. Reproducir esta ficha técnica, conservando los enlaces (hipervínculos) que figuran (tanto a este blog como a la fuentes originales).
Parémonos. La lucha por nuestras vidas.
Autora: Naomi Klein
Autora: Naomi Klein
Esta es la historia de unos tiempos descompasados. Uno de los más desastrosos efectos del cambio
climático que estamos sufriendo consiste en lo que en ecología se viene en denominar
mismatch (discordancia, incongruencia)
o mistiming (desfase, inoportunidad).
Se refiere a ese proceso donde las
especies animales, durante el calentamiento de la Tierra, se vienen desfasando
en lo referente al desarrollo de sus fuentes vitales de alimentos, especialmente
durante sus periodos de cría. Durante ese tiempo sus poblaciones pueden acusar
importantes pérdidas cuando los animales no encuentran alimento suficiente.
El
comportamiento migratorio de numerosas especies de aves cantoras ha estado evolucionando durante milenios, de tal suerte que los polluelos suelen salir del
huevo en el momento de gran abundancia de alimento que los padres puedan
ofrecer a su hambrienta cría. Como las primaveras hoy en día se suelen
anticipar, también observamos que lo están haciendo las mariposas a la hora de
salir de sus larvas. Con la consecuencia de que puedan escasear las larvas en
según qué zonas y en el momento que lo demanden los polluelos recién salidos.
Este desfase puede entrañar una serie de consecuencias para la salud y la
cantidad de las crías.
Una suerte parecida corren los renos en Groenlandia
occidental. Al llegar a las zonas donde las hembras acostumbran parir, puede
que ya no encuentren las forrajeras suficientes a las que están acostumbradas
desde hace milenios. Estas plantas van creciendo y pereciendo debido al aumento
térmico. Y las hembras deben administrarse con menos energía en el momento de
producir leche para criar a sus peques. Este incongruencia se relaciona con un
fuerte descenso de su natalidad y de su supervivencia. En estos momentos, los
científicos ya están investigando en docenas de especies animales, en el
charrán o gaviotín ártico (sterna paradisaea), en el papamoscas cerrojillo
(ficedula hypoleuca) y otras, el fenómeno del desfase en función del cambio climático. Pero no prestan
atención a otra especie importante, el homo
sapiens, que ya viene a sufrir a su vez las consecuencias de ese mistiming climático, y menos en un
sentido biológico que socio-histórico. El problema de nuestra especie consiste
en que nos alcanzó en un momento histórico, los alegres años 80 del siglo XX, en cuyo final la constelación política y social para resolver tamaño problema no podía
resultar más desfavorable. En aquel entonces se venía proclamando por todo el
globo la cruzada neoliberal para propagar el capitalismo desregulado, cuando el
cambio climático plantea un problema colectivo que requiere una actuación
colectiva y en una magnitud que la Humanidad hasta la fecha jamás ha tenido que
enfrentar. El problema llegó a penetrar en nuestras consciencias precisamente
en medio de una lucha cultural en la que la mera idea de la colectividad como
tal tenía que combatirse duramente.
Ese infausto mistiming
venía creando múltiples barreras que hasta el día de hoy nos impiden enfrentar
la crisis de modo eficaz. Justo en el momento en el que deberíamos haber pasado
a controlar como nunca anteriormente a las grandes corporaciones empresariales para proteger la vida
en la Tierra, el poder de estas multinacionales experimentó un crecimiento
exponencial. Lo cual significa que el término ‘regulación’ se degradó en un
momento en que la posibilidad de intervenir hubiese sido vital. Significa que
somos gobernados por una clase política que no hace otra cosa que liquidar o ir ahogando a las instituciones públicas, justo en un momento en que debieran
ser fortalecidas o directamente reinventadas. Y significa, por último, que ahora nos las tenemos que ver con todo ese conglomerado del pacto de ‘libre comercio’ que a los políticos les
ata las manos cuando necesitarían flexibilidad absoluta para poder operar el
cambio energético a gran escala.
Lo que
se necesita es atención y presencia, no unas miradas asustadas pero fugaces.
Cualquier movimiento serio en materia climática debería
centrarse en analizar primero los diversos obstáculos estructurales en el
camino hacia una nueva forma de practicar la economía. Pero aún hay más.
También hemos de ver cómo la incongruencia entre cambio climático y dominio
mercantil ha venido creando en nosotros, en nuestro interior, aquellos
impedimentos que nos ponen difícil prestar mayor atención a esta máxima
crisis humanitaria, en lugar de unas miradas ocasionales, asustadas pero
fugaces. Para poder observar y calibrar cómo el triunfalismo de los mercados y
la tecnología entran a transfigurar nuestra vida diaria, nos faltan muchos de
los instrumentos que harían falta para convencernos de la realidad del cambio
climático, por no hablar de nuestra escasa confianza en que otro estilo de vida
sería posible y practicable.
No debe extrañar que carezcamos de todo esto, si
recordamos que justo en el momento en que deberíamos habernos juntado para
actuar, nuestra vida pública empezó a desmoronarse. Justo cuando era cuestión
de reducir nuestro consumo, el consumismo entró a dominar en casi todos los
ámbitos. Justo cuando era el momento de reducir los límites de velocidad,
pisamos el acelerador con más ímpetu. Justo cuando nos hacían falta unas
perspectivas más largas, menos cortoplacistas, sólo teníamos ojo para lo
inmediato. En todo esto consiste nuestra incongruencia en el trato con el
cambio climático, que repercute no sólo en nuestra especie, sino en todas las
especies del planeta.
Y a diferencia de los renos y las aves, la especie humana,
dotada de razón, estaríamos en condiciones de adaptarnos libremente pudiendo
superar con relativa rapidez todo patrón de conducta que nos pareciera caduco. Y de ser así que las condiciones dominantes
en nuestra cultura llegan a impedir que nos salvemos individualmente y como
especie, estamos llamados a corregir esas condiciones. Pero antes de proceder en la dirección adecuada, debemos concienciarnos en qué consiste el mismatch climático de cada uno.
El
cambio climático exige reducir nuestro consumo cuando no conocemos otra cosa que el
consumismo.
El cambio climático no es un problema que cabe solucionar
cambiando nuestros hábitos de compra, comprando por ejemplo un coche híbrido en
lugar de un ‘SUV’ o adquiriendo un ‘carbon
offset’, una compensación para el carbono emitido, a la hora de reservar un
vuelo. En el fondo se trata de una crisis que nace a partir del consumismo de
personas relativamente prósperas. Esto significa que precisamente los más
consumistas de este mundo deberían disponerse a reducir su consumo
considerablemente.
El problema no radica, como se suele decir, en “la
naturaleza humana”. No hemos nacido para ser tan obsesionados por irnos de
compras. No hace tanto tiempo que, comprando y consumiendo mucho menos, éramos
igual de felices, o más. El verdadero problema es la excesiva importancia que
el consumo ha llegado a adquirir en nuestro mundo desarrollado.
El capitalismo tardío nos enseña cómo crearnos a nosotros
mismo mediante nuestras decisiones de consumo: por medio de nuestras
adquisiciones vamos creando nuestra identidad; ocupamos un rango en nuestra sociedad y nos
manifestamos en ella. Cuando decimos a las personas que no compren tanto como podrían
permitirse, por la sobrecarga que acusan los sistemas de suministro del planeta, puede que lo
reciban como una agresión, como si les dijéramos que deberían dejar de ser
ellas mismas. De las tres erres, reducir, reutilizar y reciclar, puede que sólo
la tercera haya dado resultado, al ver que nos permitimos seguir comprando y
comprando, siempre que depositemos
la basura en el contenedor correcto. Las otras dos erres que nos exigirían cuestionar y reducir nuestro consumo parece que habían nacido muertas.
El
cambio climático es lento, pero nosotros somos veloces.
Si viajamos en un tren de alta velocidad por paisajes rurales, todo lo que vemos deslizándose rápidamente parece estar quieto, las personas, los tractores, los coches en las carreteras. Desde luego no están quietos. Se están moviendo, pero a una velocidad que comparada con la de nuestro tren, se nos antoja estática.
Se trata del mismo fenómeno que observamos en el cambio climático. Nuestra civilización carburada mediante combustibles fósiles es ese tren de alta velocidad, siempre viajando hacia el siguiente informe trimestral de gestión, el siguiente periodo electoral, el siguiente bit de distracción o validación personal mediante smartphones o tablets. Y el cambio climático es comparable con el escenario que vemos allí fuera al otro lado de la ventana del tren. Ante nuestra hastiada mirada se nos puede parecer estático, pero en realidad las cosas se están moviendo. El progresivo cambio del clima cabe medirlo por la reducción de las capas de hielo, los crecientes niveles de las aguas y las progresivas subidas térmicas. Si todo esto no se llega a controlar a tiempo, el cambio climático se irá acelerando sin alguna duda hasta que ya no lo podamos obviar: cuando desaparezcan naciones insulares y/o se inunden las ciudades a causa de mega-tormentas y tempestades. Pero entonces podría ser demasiado tarde para que cambiemos de rumbo... habrá comenzado la era de los "umbrales críticos" [tipping points].
El cambio climático es local, pero nosotros estamos al mismo tiempo en todas partes.
El problema no consiste solamente en que nos movemos demasiado rápido. También influye que el terreno en el que se producen los cambios suele ser geográficamente delimitado: en alguna parte se anticipa la floración de cierta flor; en otra, la capa de hielo de determinado lago resulta ser inusitadamente fina; en otra zona, se retrasa la vuelta de las aves migratorias. Percibir semejantes cambios sutiles, requiere una alta conexión con el ecosistema en cuestión. Y esta comunicación tan sólo se da si llegamos a conocer el lugar profundamente, y no sólo como un escenario, sino también como el hábitat que es; y si este conocimiento específico se transmite de una generación a otra con el respeto que se merece.
Pero esto se da cada vez menos en nuestro mundo urbanizado y industrializado. Fácilmente tendemos a cambiar nuestro domicilio por un nuevo puesto de trabajo, una nueva escuela o por un nuevo amor. De este modo, nos desprendemos que cualquier conocimiento del lugar que abandonamos y también de los conocimientos que nuestros ancestros acumularon sobre él (quienes, al menos en mi caso, emigraron varias veces durante sus vidas).
Hasta aquellos entre nosotros que logran llevar una vida sedentaria, la vida diaria puede quedar totalmente desconectada del lugar y su entorno. Nuestras climatizadas viviendas, lugares de trabajo y vehículos nos aíslan y protegen de los elementos naturales hasta el punto de que ignoramos los cambios que operan en la naturaleza. Puede que no nos percatemos de que una sequía sin par está amenazando las cosechas en las proximidades de nuestra ciudad, ya que en los supermercados se amontonan productos de importación que aumentan a diario por nuevos suministros. Ya tiene que ocurrir algo inusitado y espectacular: un huracán, que sobrepase todos los niveles de agua habidos, o una inundación que destruya miles de viviendas, para que nos percatemos de que algo realmente malo está pasando. E incluso en tales situaciones solemos olvidar tan rápidamente, que la lección no tiene tiempo para afianzarse hasta que ya nos alcance la siguiente crisis.
El cambio climático, por su parte, viene haciendo a diario lo suyo para aumentar el número de los desarraigados: desastres naturales, malas cosechas, ganado muriéndose de hambre, así como los conflictos étnicos que desencadena, son la causa de que cada vez más personas se vean obligadas a abandonar sus espacios vitales. Y con cada nueva migración se van perdiendo más conexiones y vínculos específicos con los lugares abandonados con la consecuencia de que cada vez menos personas sean capaces de escuchar los mensajes que la naturaleza circundante les está emitiendo.
Los contaminantes del clima son invisibles, y lo que no vemos ya no lo creemos.
Cuando en 2010 ocurrió el desastre en la plataforma petrolífera de BP, en el que se derramaron toneladas de petróleo en el golfo de México, nos informó el jefe del grupo, Tony Hayward, que "el golfo de México es un océano muy grande, la cantidad de petróleo y tensioactivos que estamos introduciendo es ínfima en relación con el volumen total de agua". Esta manifestación ha sido ampliamente ridiculizada en su momento, y con razón. Pero Tony Hayward tan sólo enunció aquello que nuestra civilización suele gustar de creer: todo lo que no podemos ver no puede hacernos daño y, por tanto, apenas existe.
Nuestras economías dependen tanto de la presunción de que siempre existe una vía para deshacernos de todo aquello que consideramos basura o residuo. Una vía donde desaparece la basura que depositamos en los contenedores; una vía donde terminan nuestras excreciones cuando accionamos la cisterna del WC. Existe una vía (de eliminación) allí donde se extraen los minerales y metales con los que se fabrican nuestros bienes de uso, y otra donde estas materias primas se convierten en productos acabados. Pero la lección del derrame de BP nos enseña, hablando con las palabras del ecologista Timothy Morton, que "vivimos en un mundo donde esta vía para deshacer o librarnos de todo lo que nos sobra no existe".
Cuando publiqué hace 15 años mi libro "No Logo", los lectores se mostraron consternados al leer algo sobre las condiciones abusivas en la fabricación de los textiles y aparatos que compran. Sin embargo, hemos aprendido desde entonces a vivir con ese saber, aceptándolo tácitamente o viviendo en un estado de olvido constante. La nuestra es una economía de fantasmas, de ceguera deliberada.
El aire es la quintaesencia de lo invisible, y los gases de efecto invernadero que lo calienta, son nuestros fantasmas más elusivos. El filósofo David Abram nos señala que durante gran parte de la historia de la humanidad era precisamente esa cualidad de ser invisible la que venía otorgando al aire su poder y nuestro respeto. Los inuit lo llaman "Sila", la divinidad del aire; los navajos "Nilch'i" o viento sagrado; los hebreos antiguos lo llamaban "ruach" o "Espíritu", que para ellos, la atmósfera era la dimensión "más misteriosa y sagrada de la vida". Hoy en día, "apenas sabemos nada acerca de la atmósfera que se va creando entre los personas". Escribe Abram que habiendo olvidado el aire, lo convertimos en nuestra depuradora, "en el perfecto vertedero de los desechos no deseados que nos deja la industria fabril [...] Hasta el humo más opaco y acre que sale de los tubos y chimeneas siempre se irá disipando y dispersando, pasando en último término a ser invisible. Entonces habrá desaparecido. Ojos que no ven, corazón que no siente".
Necesitamos pisar tierra firme.
Otra circunstancia que nos impide tomar en serio el cambio climático, es el hecho que en nuestra cultura se vive constantemente el presente, nos desvinculamos muy deliberadamente de todo el pasado que nos ha venido creando, desentendiéndonos a la vez del futuro que vamos concretando mediante nuestros actos. En el cambio climático debemos ver que lo que hicimos hace generaciones, sin remedio, viene a incidir no sólo en nuestro presente, sino además en el futuro de las generaciones venideras. Y pensar en semejantes "espacios o marcos temporales", ya no estamos acostumbrados la mayoría de nosotros.
No se trata de juzgar a título personal a nadie, ni de acusarnos por ser superficiales o desarraigados. En realidad, se trata de reconocer que somos productos de un proyecto industrial que viene íntima e históricamente ligado al uso de combustibles fósiles.
Pero al igual que supimos cambiar en el pasado, podemos hacerlo en estos momentos. A Wendell Berry, el fabuloso agricultor y poeta, le escuché decir en una conferencia que cada uno de nosotros tiene el deber de amar el lugar donde reside más que cualquier otro. Le pregunté si podía darnos un consejo a mí y a mis amigos, que vivimos dentro de nuestros ordenadores y siempre parecemos fugarnos en nuestras compras. Y él me contestó: "Párate en cualquier momento y empieza a sumergirte en este proceso milenario de conocer a fondo este lugar donde vives".
Buen consejo donde los haya, ya que todos necesitamos un lugar donde pisar tierra firme para poder ganar esta lucha por nuestras vidas.
Naomi Klein
Traducción de Tucholskyfan Gabi, blogdelviejotopo
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